lunes, 27 de junio de 2016

LAS FUERZAS DEL ESPIRITU

[Aviso de los traductores: Se ha intentado mantener el estilo del autor, así como su vocabulario: sencillo y directo. Por ello puede parecer al lector español que la traducción es deficiente; puede serlo, sin duda, pero por no haber encontrado una mejor manera de trasladar a otro idioma la manera simple, llana, en que se manifiestan los pensamientos de Valentín Biriúkov; desprovista de todo efecto literario que la haría más "normal" a los ojos y oídos de un lector habitual]
[entre paréntesis (...) la explicación de palabras no traducidas]

Las fuerzas del espíritu

Valentin Biriukov

Capítulo 1

1.1 ¡Perdonales, Señor!

Desde que tengo memoria siempre creí en Dios. Cuando era niño, veía admirado como mi gente era buena, bella, inteligente y respetuosa; en efecto, en la aldea dónde nací allá por el año 1922, vivían personas excelentes.

Mi padre, Yakov Fiodorovich, era maestro de primaria y además tenía las manos de oro. Ya no existen gente así. Era capaz de hacer unas valenki, curtir cualquier piel o construir una estufa rusa sin usar ladrillos, sólo con barro. Me encantaba nuestra iglesia,  que estaba consagrada a Santa María de Kazán donde fui bautizado en el día de Nuestra Señora. Sentía, como ya dije, un gran amor infantil hacia todos nuestros vecinos.

Más tarde los tiempos, fue a principios de la Cuaresma de 1930, cuando prendieron a mi padre por que rechazó ser presidente del soviet de la aldea con el cometido de organizar una comuna. El no quería destrozar la vida de su gente. Al ser un hombre creyente percibía con claridad adonde conduciría todo el proceso de colectivización.

Los que mandaban le amenazaron:

- ¡Te desterraremos!
Esto asunto vuestro, - les contestó.

Y así fue que mi padre terminó arrojado a una  nueva prisión, antes un monasterio hasta que echaron a todos los monjes, en la ciudad de Barnaul.

Después de aquello el resto de mi familia terminó desterrada. Por aquel entonces tenía unos siete años y ví como nos robaban el ganado; como nos echaron de nuestras casas, y como lloraban desconsoladamente las mujeres y los niños.  

Entonces algo se rompió en mi alma y cambié mi forma de pensar: ¿Por qué la gente es tan mala? ¿por qué todos se vuelven locos de repente?

Así fue que como futuros desterrados nos metieron en un cercado propiedad del soviet de la aldea, y pusieron a nuestros vecinos como vigilantes para que armados con fusiles -que también les entregaron- no nos perdieran de vista. 

Anna Sergeevna, mi madrina, al enterarse de que estábamos allí nos quiso traer unos empanadillas  pero un chaval al que le tocaba guardia alzó su fusil y la apuntó :

- ¡No te acerques, que disparo!
- Traigo empanadillas para mi ahijado.
- ¡Ni hablar! Son enemigos del pueblo.
- Pero que dices ¿dónde están los enemigos? ¡Es mi ahijado!

El chico, apuntándola, la frenó brutalmente empujándola con el cañón de su fusil. 
Ella, desconcertada, se puso a llorar:

- ¿Que te he hecho yo, Ivan?

Hasta ahora había sido nuestro vecino, un ruso igual que nosotros, pero no bien le entregaron un arma ya pasó a considerarme un enemigo del poder soviético.
Todos somos pecadores, los unos y los otros. ¡No podré olvidar nunca este episodio de mi infancia!

En este momento escapaba a mi comprensión todo aquello y por qué un chaval de 14 años, nuestro vecino Gurika, me golpeaba por querer acercarme a mi madrina.  Por eso lo intenté, pero él me golpeó en el cuello y en la espalda, y luego la emprendió a puntapiés contra mí, mientras me escupía duras palabras. 

Yo me puse a llorar; y no dejaba de pensar: ¿porque mis viejos conocidos se convirtieron de pronto en fieras salvajes?

Años después a Gurika lo mataron en el frente; luego una vez, allá por 1976, cuando ya era sacerdote, se me apareció en un sueño:  

Había un pozo enorme en la tierra y Gurika estaba agarrado del borde, a punto de caerse. Me vio y se puso a gritarme.

Me conoces! soy Gurika Pukin, ¡Sálvame!

Lo cogí de la mano y sacándole lo dejé sobre la tierra. Gurika se puso a llorar de alegría y apoyando su frente en el suelo me empezó a hablar:

-¡Que Dios te dé salud eterna!

De repente me desperté y pensaba: Señor ¡perdónale! ¡Perdónale Señor, sólo tenía 14 años entonces! Yo rezaba por él. A la noche siguiente volvió otra vez en otro sueño; yo estaba leyendo el Evangelio y Gurika caminaba detrás, a mi espalda. De nuevo apoyó su frente en el suelo y me dijo:

-¡Gracias! ¡Que Dios te dé salud eterna!


1.2 Felices sois los que se privaron de todo

Nadegda, una monja clarividente, previno a los aldeanos muchas cosas que sucedieron durante la deskularización (expropiación de los kulaks: todo propietario agrario, grande o pequeño). La historia de su vida es algo extraordinario. 

Cuando tenía 7 años dejó de comer carne y leche. Se alimentó sólo de vegetales. Se preparaba para ser monja. Su padre, durante toda su vida fue el responsable de nuestra Iglesia; la madre guisaba y limpiaba la iglesia. Cuando Nadegda tuvo edad suficiente para casarse, dos negociantes muy ricos, pidieron su mano, pero a ambos los rechazó.

- ¡Adiós! -les dijo- y sanseaacabó.

Una vez pasó que estuvo muerta durante tres días. Su alma moró en el cielo. Narró después que Nuestra Señora le mostró todos los sufrimientos; y cuando volvió a la vida repartió todo lo que tenía a los mendigos y se vistió con ropa de lino. 

Leía todos los días el Salterio y una parte del Evangelio. Después iba a su trabajo; llevaba los leños y el agua por si misma y también sembraba. Cuando la privaron de tierra ella recogió unas pocas espigas, las llevó al molino, era ya invierno, y se alimentaba sólo con eso. Nunca estuvo enferma. 

Nadejda era capaz de ver el futuro de muchas personas, hasta el día de hoy. Soy testigo que durante mucho tiempo antes de la perestroika ella dijo que la gente volvería a tener mucho dinero, pero con él no podrían comprar nada. Ella previó mi vida. Supo todos los que rechazaron entrar en la comuna. En el año 1928, antes de la expropiación, se acercaba a una casa, a la noche, y solía decir:

-Bien haréis en no entrar en la comuna. Pero os echarán de vuestra casa, os privarán de vuestra tierra, el ganado y todas vuestras posesiones y os desterrarán. 

¿Qué es una comuna? en aquél tiempo nadie lo sabía, solo nos enteramos después. A quienes avisó del destierro, así sucedió. Tal profecía de Dios.
Cuando llorábamos todos por el destierro nos consolaba:

- ¡No lloréis, porque sois felices!

¿Felicidad? ¡Que clase de felicidad es ésta! cuando te quitan la tierra, el ganado, la casa y todo lo que tienes! ¡Y a esto la monja Nadejda lo llamaba felicidad!

- Cuando llegue el Juicio Final, vuestra situación os dará una gran ventaja. Os absolverán sólo porque fuisteis desterrados por creer en el Señor, porque sufrísteis por vuestra fe, porque soportaísteis todo ello con humildad. 

Profetizó que adónde nos enviarán habrá de sobra para todos: caza, peces, bayas, setas... Los bosques y los campos son ricos. 

El principio fue verdaderamente duro. En el camino la gente sufrió mucho y pasó un mes hasta que llegamos a los bosques de la región de Tomsk, donde nos enviaron. De la poca comida que tuvimos ya no nos quedaba nada. No había jabón, ni sal, ni clavos, ni hachas, ni palas, ni sierras. Nada. Por no haber ni siquiera había una sola cerilla. 

Nos trasladaron a una taigá (la tundra) apartada, perdida, y los milicianos nos dijeron señalándola:

- ¡Esa es vuestra aldea!
- ¡Oh...! ¿Por qué?
- ¡Callaos! ¡Vosotros sois todos enemigos del poder soviético!

Y más cosas del mismo tenor nos dijeron. Nos llevaron allí para morir. Sólo nos quedaba la esperanza de estar en las manos de Dios. Y Dios nos daba la energía para sobrellevar la situación. 

Nos acostamos sobre la tierra. Nubes de mosquitos nos envolvían. Ya no recuerdo como logramos encender algunas hogueras. A la mañana llegaron unos alces a vernos ¿quienes sois nuestros nuevos vecinos? Había piñas de cedro esparcidas por el suelo; llegaron osos y vimos que las recogían y extraían las semillas. Ningun oso nos tocó. 

Después del primer impacto empezamos a mirar en derredor: ¡Vaya! ¡Qué bosques tan ricos! ¡Y todo gratis! El agua era límpida; nos reanimamos un poco.
Y así empezamos a trabajar. Construimos un barracón para cinco familias. El tío Misha Panin fue nuestro tutor, y nos ayudaba porque yo era pequeño. Allí en la taiga trabajamos todos, desde los niños a los ancianos. Los hombres desbrozaban los árboles y los pequeños, incluso hasta de dos años, echábamos los palillos al fuego de las hogueras. 

Como escaseaban las cerillas las hogueras las manteníamos siempre encendidas, y igual en invierno que en verano. Alrededor de nosotros no había nada en cientos de kilómetros a la redonda; sólo taigá. En esos bosques apareció nuestra nueva aldea, que se llamó Makarievka. La construimos desde cero. 

¿Es posible algo así? No teníamos dinero, nadie recibía alguna pensión, no había ni sal, ni jabón, ni una herramienta; nada de nada. Y construimos a pesar de todo. 

Nos alimentábamos de hierbas, también los niños y nadie enfermó. Aquella experiencia me sirvió décadas más tarde, cuando el bloqueo de Leningrado. Yo ya tenía suficiente entrenamiento; había aprobado un cursillo de dura supervivencia.

Como sobrevivimos en aquellas condiciones fue una evidente gracia de Dios. 

Teníamos que morirnos todos, a pesar de nuestros esfuerzos. En otros lugares los desterrados tuvieron un destino mucho más trágico. 

En el año 1983 se conoció el destino de los que habían trasladado a la isla desierta del río Ob, no lejos de la aldea Kolpashevo de la región de Tomsk, donde yo viví unos cuantos años después de la guerra. Los habitantes lo llamaban al lugar como "cárcel". En los años 30 llevaron allí, en barcazas, desterrados, a los creyentes. 

Al principio separaron a los sacerdotes:

- ¡Salid! coged estos palos y cavad una vremiánka (un refugio). 

Fueron divididos en dos grupos. Y a uno lo forzaron a cavar y al otro a serrar los árboles. Resultó que la gente no cavaba refugios sino que eran tumbas para ellos. Una vez terminados, los fusilaron. Les hacían sentar en una fila, al borde y les disparaban en la nuca. Después los que pertenecían al segundo grupo tenían que enterrarlos y al final también los fusilaban. 

Cuando en 1983 hubo una crecida el agua destrozó parte de la isla y muchas tumbas se abrieron donde yacían aquellos mártires. Sus restos salieron a flote y estaban muy limpios, blancos. Sólo sus ropas se redujeron a polvo. La gente decía que aquel lugar estaba bendito, ya que todos los cuerpos de los mártires se mantuvieron intactos, incorruptos.


1.3 Por fin estoy en casa

Mientras tanto mi padre pudo escaparse de la cárcel donde estaba recluido. De allí se vino marchando en la dirección que suponía estábamos; él no sabía si nos encontraría vivos o muertos.

Se salvó de morir de milagro. Lo amenazaron con fusilarlo; él se lo creyó y se preparó para morir. En aquella época había muchos procesos que tenían el único objetivo de liquidar a quién se opusiese al poder soviético.

Sus dos compañeros de cárcel, atados, los llevaron a fusilar. Uno, Iván Moiseev, sólo le quedó tiempo para exclamar:

- Transmite a los nuestros lo sucedido ¡todo está perdido!

Ahora era el turno de mi padre, pero llegó el jefe del pelotón y dijo:

- Estos cuatro no van hoy a trabajar. Los pasaremos por las armas. - entre ellos estaba mi padre.

Pero era una maniobra de distracción del jefe del pelotón que bien conocía de antes a mi padre. Mientras hablaba le hizo una señal para que se callase. Luego lo llevó a escondidas y le ayudó a escaparse de la prisión.

Otro de sus amigos, el tío Macar, corrió a la aldea vecina para enterarse a dónde nos habían enviado; dónde podíamos estar. Y así, con esta información, mi padre se puso a caminar desde la región de Altai hasta la de Tomsk. Marchó durante un mes y medio, unos 800 kilómetros. No tenía nada para comer ya que se cuidaba de entrar en las aldeas por temor a ser denunciado. Se alimentaba con setas crudas y bayas. Dormía a cielo abierto sobre la tierra y tuvo suerte porque era verano.

Logró encontrarnos en agosto de 1930. Sus botas estaban al límite, él se encontraba esquelético, barbudo, encorvado y muy sucio; parecía un anciano vagabundo. Cuando apareció estábamos nosotros, los niños, recogiendo del suelo todo lo que servía para alimentar a las hogueras.

Nosotros también estábamos sucios por que no teníamos jabón. El “vagabundo” se detuvo y gritó:

- ¿Dónde están los de Barnaul?

Alguien le dijo:

-Esta calle se llama Tórmskaya y aquella Barnaúlskaya.

Se fué en dirección a Barnaúlskaya; vio a mi madre que se encontraba matando piojos de la ropa de los niños. Él la reconoció, se persignó y se echó a llorar tumbándose en la tierra; сomenzó a temblar emocionado y gritó:

- ¡Por fin estoy en casa! ¡Por fin estoy en casa!

Madre pegó un salto porque no lo había reconocido; mi padre levantó la cabeza y con los ojos llenos de lágrimas le dijo:

- ¡Katia! ¿No me reconoces? ¡Soy yo!

Entonces cayó en la cuenta al escuchar su voz y nos gritó:

- ¡Niños! ¡Vamos, venid! ¡Vuestro padre a vuelto!

Me acerqué corriendo hacia él; me cogió de la mano, pero yo me eché atrás, llorando. Me asusté ¿Quién es este vagabundo que me llama hijito? Pero mi padre me cogió y me volvió a decir:

-¡Hijito! ¡Soy yo, tu padre! - y rompió a llorar de nuevo. Estaba apenado porque no lo reconocía.

Luego vinieron mi hermano menor de 5 años, Vasili, y mi hermanita, Claudia, de solo tres. Nuestro padre cogió el saco que llevaba a la espalda lo abrió y de él tomó una toalla sucia que envolvía su gorra de invierno; dentro de la gorra había otro saquito más pequeño. Lo desató y nos entregó tres pequeños panecillos secos, del tamaño de una yema de huevo. Los había guardado para nosotros durante todo el camino, a pesar del hambre. Nos los entregó emocionado:

-¡No tengo nada más para mis niños!

Para entonces, nos alimentábamos sólo de hierba cocida, nada más. Nuestro padre, muy debilitado, no podía levantarse. Unos hombres que estaban construyendo un barracón, oyeron lo que pasaba y de un salto aparecieron:

- ¡Yakov Fedorovich! ¿eres tú?
- ¡Yo....! apenas podía responder mi padre.

Lo abrazaron, todos lloraban. Pero no teníamos nada de comer; solo la hierba de San Antonio. Mi madre le dio un cuenco de hierba, y le devolvió sus panecillos:

- Cómelos. Estamos acostumbrados a alimentarnos de hierbas. 

Nuestro padre se hartó de ellas; el tío Misha Panin le trajo una taza de medio litro con kisél de bayas (zumo muy denso hecho de bayas cocinadas). La bebió y se tumbó otra vez sobre la tierra cerrando los ojos. Comprobamos que seguía vivo y lo cubrimos con algunos trapos. Mi padre se quedó durmiendo toda la noche sin moverse.

Al otro día se levantó, el sol ya estaba muy alto. Se puso de nuevo a llorar, y rezó:

- ¡Gracias a Dios! ¡Estoy en casa!

Otra vez le dimos la hierba que aún nos quedaba.

- ¡Dadme un hacha!

Se escupió las manos y se marchó a trabajar. 

Era un maestro artesano con sus manos. Hacía cualquier cosa. Construyó todas las casas de nuestra aldea; desde los cimientos hasta el techo. El barracón se levantó muy rápido; sólo por las noches hasta muy tarde acababan de trabajar porque no teníamos kerosene. Pero mi padre seguía trabajando por la noche, solo. Construyó nuestra casa en una semana, no dormía nada ¿Es posible construir una casa en sólo una semana? ¡Así trabajaban ellos entonces!

Comparo aquella gente con la de hoy ¡Vaya, que si somos vagos! Somos holgazanes comparándonos con nuestros padres ¡Que trabajadores eran! También los pequeños echábamos el bofe; cuando tenía siete años y medio ya manejaba el hacha. Mi padre me la entregó.

¿Cómo derribábamos los árboles? Cortábamos las raíces todo en derredor del árbol y dejábamos que el viento lo hiciera caer. Luego cortábamos las ramas que usábamos para las hogueras y los troncos los dejábamos para la construcción.


1.4 Lo dejo en la mano del Señor

Y así creció nuestra Makarievka. Mi padre, maestro de obras era respetado por todos; incluso por el comandante, debido a ser tan trabajador. Era a la vez arquitecto y carpintero. En la Makarievka construyó de todo: casas, la tienda y la escuela con una vivienda para los maestros. La escuela fue construída en un sólo verano en esa taigá perdida.

En la región de Altai, junto al rio Barnaulka mi padre y su cuñado tenían un molino del cual fueron desposeídos cuando mi padre fue encarcelado. En Makarievka también se construyó otro molino de agua ¡sin un solo rodamiento metálico! Él hizo el eje y los engranajes de madera de abedul. Todos quedaron asombrados por tanta maestría ¡Qué ayuda fue para los desterrados! De las tres aldeas venían la gente al molino. 

Sembramos trigos y tuvimos pan, pero las patatas tardaron bastante más. Nos íbamos a las lejanas aldeas para obtenerlas, uno o dos cubos de patatas; luego las cortábamos en las partes que tenía brote y las plantábamos. La tierra era fértil y además la espolvoreamos con ceniza de las hogueras. Al final recogimos unas grandes y hermosas patatas ¡La gente lloraba de alegría!  

Mi mamá tuvo la prudencia de llevar consigo al exilio algunas pocas y variadas semillas. Luego éstas nos salvaron. También ayudábamos a los demás, dándoles las semillas de zanahorias, remolachas y pepinos. 

Sembrábamos, además, amapolas. Nadie en aquellos tiempos tenía idea sobre drogadicciones. Nadie robaba tampoco. Luego mi padre se compró una yegua. Construyó con sus manos todo lo que era necesario: el carro, el yugo y los arreos, además de un trineo. Sembrábamos el cáñamo que teníamos. Trabajábamos el lino, torciendolo para hacer cuerdas. ¡Todo lo hacíamos a mano!  

Luego, más tarde, mi padre se puso a trabajar en una selpó (típica tienda soviética de aldea; en ella se vendía de todo y se compraba aquello que al Estado le interesaba, por ejemplo, pieles) en un poblado vecino. Allí se abasteció de pieles, de nueces de cedro, de setas, pescado y carne de caza. Conseguía sus pieles sin utilizar escopeta, ni trampas, ni palas, ni lazos ¿Cómo era posible algo así, eh? Aún ahora sigo asombrado. Excavaba pozos pequeños y con ellos lograba cazar. Así obtenía urogallos, liebres, ardillas y hasta zorros. ¡No faltaba nada! Todo lo necesario nos lo enviaba Dios.

Recogíamos las pieles y las enviábamos; así obtuvimos todo lo necesario para vivir. En la tienda donde nuestro padre trabajaba, había todo a cambio de las pieles. Así tuvimos cerillas y jabón, botas y pantalones, harina y majorka (tabaco de calidad inferior), y muchas más cosas. Pero la tienda ¡no tenía puertas! ni siquiera alguien que la cuidara ; no obstante nunca faltó nada.

Al principio mi padre estaba inquieto ¿Cómo puede ser que una tienda no tenga ni puertas ni vigilantes? Pero al final dijo:

- ¡Ah! -suspirando- ¡Lo dejo en la mano del Señor!

Mirando hacia la tienda hacía la señal de la cruz, y ya no se preocupaba. Por las mañanas comprobaba que todo estaba igual.

Una vez vino un hombre:

- ¡Tio Yasha! Ayer cogí una cajetilla de cigarrillos de 20 kopek. Tú no estabas en ese momento. Toma ahora el dinero, por favor.

Así era nuestra tienda: un ejemplo de honradez. ¡Qué buena gente! Eran especiales en el trabajo y en su honradez ¡Y nos llamaban enemigos del poder soviético!


1.5 Un castigo de Dios

En la Makarievka yo estudiaba en la escuela que construyó mi padre. Una vez, finalizando el tercer grado de primaria, estaba charlando en el recreo con mis amigos sobre la Pascua y Dios. La maestra oyó nuestra conversación e inmediatamente nos llevó a una clase vacía para darnos una fuerte reprimenda.

-¡Chicos! he oído una conversación vuestra sobre Dios. ¡No existe ningún Dios y no hay Pascua que valga! - gritó. 

Dio un puñetazo en la mesa con todas sus fuerzas para confirmar sus palabras. Nosotros, en silencio, agachamos la cabeza. 

Justo sonó la campanilla para la clase siguiente y nos fuimos los niños a nuestra aula. Luego entró la maestra pero no alcanzó su mesa: se encogió con una fuerte convulsión. Nunca había visto nada semejante. Ella se retorcía haciendo crujir sus articulaciones y simultáneamente gritaba con todas sus fuerzas.  

Tres maestros entraron y la sacaron de la clase para enviarla al hospital.
En casa conté a mi madre lo ocurrido. Ella guardó silencio durante un rato y luego me habló:

- ¡Ves! El Señor la castigó delante de vuestros ojos por su blasfemia.


1.6 ¿De nuevo al koljoz?

Si dejar de lado varias tentaciones poco a poco se arreglaba la vida en Makarievka. Nos abastecíamos de todo lo suficiente para vivir. Pasaron cuatro años de nuestro destierro y los “Órganos” (forma familiar de hablar de los servicios de seguridad estatal), que nos vigilaban, nos hablaron de un nuevo koljoz ¡les parecía que vivíamos demasiado bien!

Empezaron a presionar a los desterrados:

-Ha sido suficiente tres años para instalaros ¡Mirad! ya tenéis casas, gallinas y cerditos ¡hasta vaquitas tienen algunos!

Habíamos comprado una yegua que nos dió un potro. Una vez, cuando mi padre estaba en el trabajo, vinieron tres hombres y sin preguntar nada a nadie, pusieron una brida a nuestra yegua y luego el yugo. Mi madre que los veía se quedó de piedra:

¡Iván Vasilievich! ¿Qué significa todo ésto? ¿A dónde queréis llevar a nuestra yegua?
- Al koljoz, Romanovna, al koljoz.
- ¿Cómo al koljoz
- Así es. Hemos decidido llevar vuestra yegua al koljoz. 

Ella pensó que era solo temporal, para usarla durante un corto período, pero se la llevaron para siempre.

- ¿Y vosotros cuando entraréis en el koljoz? - contratacaron a mi madre.
- ¡No lo sé! - respondió ella-, nuestro padre ya trabaja en el selpó.
- ¡No, eso no vale! -respondieron-, de todos modos tenéis que entrar. 

Después que se fueron se arrojó sobre la cama y rompió a llorar. Cuando volví de la escuela la encontré anegada en lágrimas:

-¡Otra vez nos robaron! ¡Nos quieren quitar todo! ¡Oh, Dios mío!  

Me preguntó ¿donde nos meteremos? Mi padre construyó una gran casa para nosotros, de ocho por nueve metros. Era grande y los Órganos nos pusieron allí también una kontora (oficina general de administración de un koljoz). Además al koljoz lo llamaron “POR COLONIZAR EL NORTE” como si nos hubieran dado un gran premio.


1.7. ¿Donde está vuestro padre?

Llegó el séptimo año de la década de los 30, era un 3 de marzo a las tres de la noche; oímos, de pronto, golpes en la puerta. Nuestro padre no estaba en casa, había marchado a la taigá con seis compañeros a cazar y hacían noche en el bosque. 

Los golpes se hicieron más fuertes. Madre se alarmó:

- ¿Quién es?
-Tia Katia, soy yo, Nikolai Mazinski - el alcalde.

Ella abrió la puerta, pero detrás del alcalde se perfiló el comandante Kravchenko, un hombre muy alto, con grandes hombros y manos. El comandante apartó el alcalde y cruzó la puerta. A continuación se dedicó a revisar la casa en silencio. Nos despertamos cuando el comandante empezó a vociferar:

- ¿Dónde está el dueño? ¿Dónde está vuestro padre?
- En la taigá - contesto mami.
- ¿Por qué en la taigá? ¿Acaso se escapó? - rugió el comandante.
-No. Fue con sus compañeros a cazar, para conseguir pieles (se refiere a las pieles muy valiosas de animales de la taigá).

El alcalde se acercó a la pared dónde colgaban muchas de estas pieles y las señaló al comandante:

- ¡Mire! ¡Cuántas pieles!
-¡Oh, de verdad un cazador! ¡Bien hecho! - asintió Kravchenko tocando las pieles - ¡Está bien que cace zorros! ¡Las pieles son muy necesarias al Estado! ¡Tu marido es un hombre feliz; muy afortunado! Nos vamos ya, cierre la puerta señora - concluyó el comandante.

Antes de irse, preguntó al ver que se movía la manta; éramos nosotros que estábamos debajo muertos de miedo:

- Pero ¿Quién está ahí?
- Los niños - respondió mi madre.

El comandante se acercó levantando la manta:

-De verdad, son los niños ¡Cierre la puerta señora! ¡Tu marido es un hombre feliz! ¡Díselo!

Tres veces repitió que nuestro padre es un hombre afortunado y se fue.

Sucedió que apenas cerrada la puerta empezamos a oír alaridos en la calle. Sentíamos que los niños gritaban y las mujeres plañían. Mi madre se echó su abrigo de pieles sobre su cabeza y salió corriendo a la calle. Pronto volvió fuera de sí:

-¡Ay! -gimió- ¡Cogieron a nuestros vecinos!  

A la mañana nos enteramos que en nuestra calle Barnaúlskaya prendieron a once hombres, nuestro padre debería haber sido el duodécimo pero, por puro milagro, evitó la detención al marcharse a la taigá. Por eso repitió por tres veces el comandante: "¡Tu marido es un hombre feliz!". La fortuna de mi padre consistía en que no había sido devuelto a la cárcel; no hay palabras para describir aquel terror.

Y a los hombres que se llevaron, fueron desterrados otra vez; nadie sabía a donde. ¡Terrible! La gente trabajaba sin parar; todos tenían, igual que mi padre, las manos endurecidas por su trabajo. Siempre con el hacha y la pala; pero desde arriba llegó una orden y los trabajadores se convirtieron en "enemigos del pueblo". Quién no vivió aquello no es capaz de imaginarlo.

Enviaban a la cárcel, desterraban a cualquiera que sólo mencionara a Dios. Los llamaban enemigos del poder soviético a todos, sin diferenciar entre niños y adultos. Los padres eran fusilados, los niños iban a parar al asilo de huérfanos de Kolivan. 

El asilo estaba organizado en una casa de dos plantas que fue arrebatada a un sacerdote. En las pizarras escribieron: "¡Viva nuestra infancia feliz!", pero los chavales del asilo ya eran mayorcitos y no les daba miedo preguntar:

- ¿Qué es ésta "infancia feliz"? -nos decíamos- ¿Papi y mamí fusilados, y luego escriben para nosotros esta mierda de "infancia feliz"?

- ¡Callaos! - respondían a nuestros murmullos - vuestros padres eran enemigos del poder soviético ¿No estáis contentos? ¿Os vestimos y enseñamos y aún no estáis satisfechos?  

Pero a pesar de todo aquellos niños conservaron su creencia. Luego, cuando ya fueron mayores, cuando empezó la guerra, aquellos muchachos fueron enviados al frente; a luchar contra el fascismo defendiendo la patria igual que aquellos que tuvieron un hogar normal. A todos los enviaron a posiciones avanzadas. La gente creyente sabe por qué se necesita tanto a la patria, a la verdad y al amor, y esos adultos no tenían miedo de perder sus propias vidas, luchaban por su patria.


1.8. El pan de hierbas

A mí también me enviaron a la escuela militar de Omsk, cuando empezó La Gran Guerra Patria; luego a Leningrado. Me destinaron primero a la artillería, como apuntador, luego llegué a ser el jefe de escuadra de nuestra pieza de artillería.  

Las condiciones en el frente eran, como es sabido, muy duras: ni luz, ni agua corriente, ni combustible, poco de comida, sal o jabón; eso sí muchos piojos, pus, barro y hambre. Pero en la guerra nuestra plegaria es tan ardiente que sube hacia el cielo sin obstáculos: "¡Ayúdanos Señor!".  

Gracias a Dios sobreviví, aunque por tres veces fui herido gravemente. Cuando estaba en la mesa de operaciones en el hospital de Leningrado, acondicionada en una escuela, sólo tuve confianza en Dios; me sentía muy mal. El sacro estaba roto, la arteria general dañada, el tendón de la pierna derecha destrozado, la pierna era un trapo violáceo con aspecto muy feo. Me encontraba sobre la mesa desnudo, como un pollito, sólo llevaba un crucifijo y me santiguaba sin cesar. El cirujano, un viejo catedrático de pelo cano, Nikolai Nicolaievich Borisov, se inclinó hacia mí y me cuchicheó al oído:

-Reza hijito. Pídele a Dios que nos dará su ayuda. Ahora voy a intentar sacar este casquito. 

Llegó a retirar dos, pero el tercero no pudo sacarlo. Hasta el día de hoy está ese pedazo de hierro en mi columna vertebral.

A la mañana, después de la operación llegó a mí y me preguntó:

-¿Qué tal te sientes, hijito?

Varias veces se llegaba a mi cama. Examinaba mis heridas y me tomaba el pulso, aunque tarea no le faltaba con otros heridos. Algunas veces estaban ocupadas hasta ocho mesas quirúrgicas esperándolo; así me quería.

Los demás, que observaban su dedicación, me preguntaron:

- ¿Es pariente tuyo?
- Por supuesto -contestaba- es mi pariente.  

De modo asombroso se curaron mis heridas; quizá ayudó el ser tan joven, y curado regresé a mi batería.

Mi dura experiencia de sufrimiento en el destierro, la supervivencia en condiciones casi insoportables me ayudaron mucho durante el asedio de Leningrado y en Sestroresk, situado en las márgenes del lago Ladoga. Nos tocó cavar trincheras para los cañones y sus proyectiles, blindadas con cinco paredes hechas de  troncos y piedras. Apenas acabábamos con un blindaje ya teníamos que salir corriendo a otro lugar. Pero ¿de dónde salía tanta energía ? ¡Si no había nada para comer!

Ahora se ignoran las condiciones del sitio de Leningrado que eran terribles; había de todo para morir y nada para sobrevivir. Ni alimentos, ni ropa, nada de nada. 

Nos alimentábamos de hierbas. Cocinabámos pan con hierbas; por las noches segábamos las hierbas y luego las secábamos como si fuesen para el ganado. Encontramos un molino y de las hierbas secas obtuvimos algo parecido a la harina. De aquella sustancia cocinábamos el pan. Nos trajeron uno para siete u ocho soldados:

-¿Quién lo reparte? ¿Iván? ¡Vamos Iván, córtalo!  

De vez en cuando nos daban una sopa de patatas o zanahorias secas; como segundo plato algo poco reconocible, obtenido de las mismas hierbas. Si las vacas, las ovejas y los caballos son capaces de comer eso y se mantienen sanos y fuertes ¿por qué no nosotros también? Así era nuestra cocina. Imaginaos ¡un panecillo de hierbas al día para ocho personas! Más delicioso que el chocolate resultaba aquel pan para nosotros. 


1.9. El voto de los amigos

Durante la guerra vi muchas cosas terribles como las casas volaban por el aire tras un bombardeo. Éramos jóvenes y queríamos vivir, así que decidimos rezar todos los que componíamos mi escuadra. Todos estábamos bautizados y todos llevábamos nuestros crucifijos en el pecho:

- ¡Vamos a vivir, amigos, gracias al Señor!

Todos procedíamos de diferentes lugares. Yo de Siberia, Mijaíl Mijeev de Minsk, Leonti Lvov de Ucrania (de la ciudad Livov), Mijaíl Korolev y Konstantin Vostriakov de Ptrogrado, Kuzma Pershin de Mordovia. Nos pusimos de acuerdo para no decir tacos, ni mostrar irritabilidad, ni causar ninguna ofensa a los compañeros. En cualquier lugar aprovechábamos para rezar. Corríamos en dirección al cañón persignándonos.

- ¡Señor ayúdanos! ¡Perdónanos Señor! - aullábamos a pleno pulmón. 

Por todos lados volaban proyectiles incluyendo los cazas alemanes que siempre estaban sobre nosotros. Nosotros disparábamos, ellos volaban. Gracias a Dios no murió nadie de mi escuadra.  

Yo no tenía ningún temor en llevar el crucifijo. Decidí defender la patria con la cruz; nadie pudo hacerme un sólo reproche por ofenderla o por que haya hecho algo de malo.

Nadie de nosotros cometía pillerías; así nos comportábamos. Si alguien estaba enfermo o cogía un resfriado los demás le dábamos nuestras porciones de alcohol, cincuenta gramos que eran entregados por si hacía mucho frío; a menos de 28 grados bajo cero. El que era más débil recibía también más alcohol. Frecuentemente se las entregábamos a Lenka Koloskov, que llegó a nuestro equipo más tarde. Era el más flojo.

- ¡Bébelo Lenka!
- ¡Oh, gracias muchachos! - respondía.

Y fijaos que nadie se convirtió en un borracho pasada la guerra.


1.10. El Señor me habló:  ¡Retira tus soldados!

No teníamos iconos, pero como ya he dicho, llevábamos los crucifijos por debajo de las guerreras. Cada uno de nosotros rezaba con profunda emoción, y el Señor nos salvaba de las situaciones más horrorosas. Dos veces me habló el Señor como algo resonando en mi pecho:

-¡Aquí caerá un proyectil! ¡Retira a tus soldados, escapad!  

Así pasó cuando en 1943 nos trasladaron a Sestroresk; estábamos en Semana Santa. Nos saludamos unos a otros: "¡Jesús resucitó!" y luego empezamos a cavar una trinchera; pero en aquél oí en mi interior: 

- ¡Retiraos! ¡Poneos a cubierto, rápido, que va a estallar un proyectil!

Me puse a gritar a pleno pulmón ¡fuera! como si me hubiera vuelto loco; tiraba con fuerza del tío Kolya Vostryakov (el tenía 40 años mientras los demás sólo 20)

-¿Por qué me tiras? - gritó.
- ¡Vamos! ¡Fuera! - respondí - ¡Se nos viene un proyectil encima..!  

Después los soldados me dieron las gracias, aunque en realidad fue el Señor quién nos salvó. Si el Señor no me avisa, mis amigos y yo estaríamos bajo tierra. Así nos dimos cuenta que Dios nos guardaba.  

¡Cuántas veces el Señor nos salvó de la muerte!; Cuando nos casi  ahogamos en el agua, o estábamos a punto de quemarnos por efecto de las bombas. Recuerdo que por dos veces seguidas un camión casi nos aplasta; era invierno, en una noche oscura y tuvimos que atravesar el lago (se refiere al lago Oniesh que en invierno se congela) con los faros apagados. Estalló un obús; el camión volcó. El cañón que transportaba el camión, también. Nosotros quedamos debajo del camión; no podíamos salir ¡Gracias a Dios nuestras municiones no detonaron!

Cuando llegamos a Prusia Oriental ¡que carnicería! Había fuego por todas partes; volaba todo, los cajones, la gente huía ... estallaban bombas por doquier. Me caí de espaldas y entonces vi un caza de enemigo que descendía en picado directamente hacia mí. Sólo tuve tiempo de santiguarme y pensar:

- ¡Padre, madre, perdonadme! ¡Perdóname Señor!

Sabía que en segundos me convertiría en picadillo ¡No hallarán un cadáver sólo un montón de carne! Pero la bomba estalló detrás del cañón ¡y yo vivo! Apenas una piedra llegó a golpearme en la pierna derecha; al sentir el impacto creí que la había perdido. Pero eché un vistazo y estaba allí, la pierna ilesa; sobre el suelo quedaba una enorme piedra.

A pesar de todas las desgracias sobreviví. Sólo llevo un casco de metal en mi columna, hasta ahora.  


1.11. Tanta alegría no la sentí nunca más

La victoria nos encontró en Prusia Oriental, en la ciudad Gumbinnen, cerca de Königsberg. Aquella noche estábamos durmiendo en una casa grande ¡por primera vez durante toda la guerra! Calentamos la chimenea y luego todos se acostaron; nos sentíamos cómodos, con calor. Luego a alguién se le ocurrió cerrar el paso de la chimenea. Yo estaba acostado cerca de la puerta y luego tuve que controlar a los centinelas; cuando estaba fuera de pronto ví que se abrían la puertas y  que varios compañeros eran arrastrados al aire libre. Se habían desvanecido por la combustión de la estufa pero, gracias a Dios, no había muerto ninguno. 

Cuando nos llegó la noticia de nuestra victoria llorábamos de alegría ¡No os imagináis cuanta alegría! Luego nunca sentí algo igual. Nos arrodillábamos y rezábamos ¡dábamos gracias al Señor! Vertíamos torrentes de lágrimas, nos miramos uno al otro:

- ¡Leñka, estamos vivos!
- ¡Mishka, estamos vivos! ¡Oh!

Y nuevamente llorábamos de felicidad. Luego marchamos al río a descansar. Por allí había un pequeño río que se llamaba Pissa. Encontramos un monticulo de paja, nos acostamos sobre ella, y nos dedicamos a tomar el sol. Hacía demasiado frío para bañarnos, pero nos daba igual; queríamos quitarnos el barro de la guerra. Como no teníamos jabón, raspábamos de nuestra piel el barro y las moscas con los cuchillos.  

Luego nos abalanzamos sobre el papel para escribir cartas a nuestros parientes; sólo un par de palabras: ¡Mamá, estoy vivo! Y también escribí a mi padre.
En aquel entonces él trabajaba en Novosibirsk, en un cuerpo de la NKVD como maestro de obras, lo habían movilizado también. Estaba construyendo casas habitables, dio todo por lo patria a pesar de ser considerado "un enemigo del poder soviético".

Y ahora, cuando otro enemigo amenaza a nuestra patria, y nos quieren pisotear el alma ¿no estamos obligados a defender nuestra Rusia hasta morir?


1.12. Es la virgen rusa

Este acontecimiento asombroso lo recuerdan todos en Girovisi, donde esta el monasterio de Dormición en el cual mi hijo Piotr celebra la misa.

Cuando en la Gran Guerra Patria los alemanes estuvieron en este monasterio, en la iglesia almacenaron toda clase de armas, y explosivos. El jefe de ese almacén quedó estupefacto cuando vio aparecer a una mujer vestida de monja hablándole en alemán: “Iros de aquí, sinó acabaréis muy mal”

Quiso cogerla, pero no pudo. La monja entró en la iglesia y el jefe la siguió quedando perplejo cuando desapareció. La veía y oía, pero no estaba. Menudo susto se llevó. Informó a su comandante que le respondió:

- Eran guerrilleros; son muy hábiles. Si aparece otra vez ¡detenedla!  

Dejó dos soldados de guardia. Ellos esperaron un tiempo y la volvieron a ver. Igual que la vez anterior repitió al jefe del almacén: “Iros de aquí, sinó acabaréis muy mal ... “ 

Luego volvió a meterse en la iglesia. Cuando quisieron detenerla no podían moverse, estaban pegados al suelo. Desapareció en el templo y cuando pudieron caminar entraron, pero no la encontraron.

Otra vez fue informado el comandante que volvió a responder:

- Si aparece de nuevo disparadle a las piernas, sin matarla. Tenemos que interrogarla.  

¡Que drástico! A la tercera vez los soldados dispararon a las piernas de la monja; pero aunque las balas daban en el blanco no le hacían daño. ¡Ni una gota de sangre en el suelo! Nadie entendía lo que sucedía. Mas tarde los soldados, intimidados, le contaron a su comandante las novedades. Éste respondió laconicamente:

- ¡Es una virgen rusa!  

Así nombraron a nuestra Señora. Y respetando el mensaje que ella les dió procedieron a retirar de la iglesia sus instrumentos bélicos.  

Nuestra Señora tampoco permitió destruir su monasterio con las bombas. Cuando los aviones soviéticos bombardearon a los alemanes, dispersos por el monasterio, las bombas cayeron pero no estalló ninguna. Luego, cuando los fascistas fueron echados, llegaron soldados rusos y un piloto alemán intentó, por dos veces, bombardearlo también; pero solo explotaron las bombas que caían fuera de la muralla.

Después de la guerra ese piloto volvió al monasterio; quería volver a ver ese lugar bombardeado por él dos veces sin ningún efecto visible. Es un lugar bendito y tabién lo era en el pasado; por ello nuestra Señora no permitió su destrucción. 


Y si de verdad todos fuéramos creyentes, la gente de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, ni las bombas ni los males del espíritu no nos harían ningún daño.

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[Fin del Capítulo. Traductor del ruso Aleksander Sedov. Colaborador en la versión española Carolus Brigantinus]


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